2010/02/07

prensa | Candela, cien años

Candela, cien años
Héctor Rivera | Profesor-investigador de la UAM-Iztapalapa |  Milenio, 2010-02-07 
Imagen: Ahora
Lo suyo no era la recta para nada. Más que un arquitecto o un ingeniero, parecía un artista del Renacimiento por su virtuosismo y por su visionaria capacidad para tratar a la gravedad como un viejo caballo salvaje, rebelde, pero predecible en sus respingos. Félix Candela domaba, en efecto, a la línea y hacía con ella lo que le venía en gana, siempre rumbo a las redondeces, las curvas, las elipses. Lo que venía después era cubrir de cemento las sorprendentes superficies que nacían de su trazo, extendidas en el viento con una rigidez algo indignada. El resultado era una especie de arte libre y sensual, con una estética única, pero anclado con firmeza en las más precisas leyes de las ciencias exactas. Sus imágenes profesionales aludían con frecuencia a una sábana encementada y dispuesta al modo que imponían sus necesidades de arquitecto y su gusto de artista plástico fascinado por el caprichoso movimiento de las parábolas.

En noviembre de 1993, en la pequeña ciudad de Raleigh, en Carolina del Norte, mientras paseábamos por el bosque que rodeaba su casa de madera bañada con pintura blanca hasta el último de sus rincones, le pregunté si estaba de acuerdo con quienes veían en su obra y su figura a un heredero del genial arquitecto catalán Antoni Gaudí, aquel que con enorme audacia trataba a la geometría y a los volúmenes como si fueran su patrimonio personal en pleno siglo XIX y parte del XX.

Mientras luchaba brevemente contra su empecinada modestia frunció el seño, acomodó sus anteojos de grueso calibre, pasó su mano sobre sus cabellos blancos muy cortos y me respondió finalmente con una sonrisa maliciosa: “No. Bueno, eso lo dice un arquitecto que escribió sobre mí en España. Dice: es como si le hubiera salido un tío en España. Lo que pasa es que yo de Gaudí tenía una idea...”. Dejó caer entonces, penosamente, una suerte de aceptación mientras caminaba sobre los montones de hojas secas: “Claro que me parece muy bien”.

Con una enorme humildad en medio de su genio, Candela se resistía a aceptar cualquier elogio. Prefería explicar larga, concienzudamente, las fuentes de su inspiración, las peripecias que habían marcado la construcción de sus obras y hablaba con mucho detalle de la manera como había diseñado sus proyectos. En medio de su timidez, de su sencillez, era un arquitecto absolutamente convencido no sólo de su propio talento, sino de su capacidad como constructor, siempre a prueba para sus detractores por la audacia de sus ideas.

De esa capacidad y también de esa audacia creativa, Candela dejó testimonios notables en la Ciudad de México, donde vivió desde 1939, cuando llegó con el exilio español, hasta 1970: el Palacio de los Deportes, con sus acabados exteriores en cobre, los “paraguas” emblemáticos de las viejas gasolineras, el restorán Los Manantiales de Xochimilco, la iglesia de la Virgen Milagrosa, el impresionante Pabellón de Rayos Cósmicos en la Ciudad Universitaria, la Capilla Abierta en Lomas de Cuernavaca, la iglesia de la colonia Obrera, los Laboratorios Ciba, la iglesia de San Antonio de las Huertas, la planta de Bacardí, la Concha Acústica de Santa Fe...

Conocido como el “Mago de los Cascarones”, por las estructuras que tanto le atraían y por su ligereza en lucha permanente contra la fragilidad para imponer su a veces insólita resistencia, andaba arribando entonces a los 84 años después de vagabundear por medio mundo, y se disponía a recibir una serie de homenajes en España, su tierra natal: un doctorado honoris causa por la Universidad de Madrid, una gran exposición en Madrid con buena parte de sus proyectos reunidos, la publicación de sus memorias en Valencia. En Japón, contaba con discreto orgullo, estaba por aparecer un libro sobre su obra.

A veces absorto en su pensamiento, meditabundo, abandonaba con gusto su mundo interior para instalarse en la conversación larga y sabrosa. Entre sus temas favoritos estaba siempre el prolongado desastre de la construcción del Palacio de la Ópera de Sydney, con su portentoso diseño que evoca un navío con las velas desplegadas en medio del viento. Sonreía, explicaba, calibraba y a veces sacaba su pluma del bolsillo de la camisa para garabatear complicados cálculos en cualquier papel a la mano. La audacia, advertía, tiene su precio, que a veces puede ser muy alto.

Encarrerado en la conversación, volvía la mirada hacia la entrañable Dorothy, su compañera, y le pedía permiso para tomar un whisky. Cariñosa, plena de ternura, ella asentía un par de veces a la petición. Ni una más. Para entonces, el expediente médico de Candela registraba ya dos cirugías a corazón abierto.

Con Dorothy recorrimos a lo largo de una semana los rincones de Raleigh que frecuentaban metódicamente, más allá de su bosque amenazado día a día por los taladores de las compañías inmobiliarias, sobre todo los restoranes universitarios y las tiendas de productos orgánicos. Fuimos de compras en plena orgía de consumo de la temporada y nos sentamos a la mesa con toda su familia para comer el inevitable pavo del Día de Acción de Gracias.

Cuatro años después, el 7 de diciembre de 1997, Candela murió de pronto como vivió: discretamente. Trabajaba entonces con el equipo que diseñaba la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia. Un equipo de locos audaces tocados por el genio, como él. Su sello está a la vista particularmente en el Oceanogràfic, un parque marino de 110 mil metros cuadrados.

Félix Candela nació en Madrid, España, el 27 de enero de 1910. Habría cumplido los 100 hace unos días. Nadie lo recordó.

Fuente | Milenio 

Documnetación
Cien años de Félix Candela. Vuelos impensados
Juan   Ignacio   del   Cueto  Ruiz - Funes | Revista de la Universidad de México, n. 69, 2009-11-00

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