Para Candela, el cemento armado "busca la manera de trabajar más comodamente, casi como si tuviera sentido común"
Vicente Jarque | El País, Babelia, 2010-11-06
Imagen: El País |
Hablando de su admirado Pier Luigi Nervi, maestro del hormigón armado, en una conferencia en Dallas en 1954, Félix Candela lo ponía como ejemplo de aplicación del "secreto de la llamada intuición estructural, tan ardientemente ambicionada por todo estudiante de arquitectura". Y añadía que el procedimiento para alcanzarla, al fin y al cabo, "es relativamente sencillo; basta dedicar a su obtención toda una vida".
En todo caso, de esa "intuición estructural" hizo gala Félix Candela no sólo libremente en su obra arquitectónica, sino también, a la fuerza, en la construcción de su propia vida. Como la de todo exiliado, la suya chocó de manera inmediata con el curso de la historia. Recordemos que nació en Madrid en 1910, donde estudió arquitectura y participó como ingeniero, durante la guerra, en el bando republicano; que en 1939 emigró a México, desde donde desarrolló el grueso de la trayectoria que le haría célebre; y que en 1997 murió en Estados Unidos, donde se había instalado en 1971 como docente universitario.
De todo esto da cuenta la exposición del IVAM, comisariada por Juan Ignacio del Cueto, organizada con la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales y la UNAM de México, con maquetas, fotografías, vídeos y documentos, acompañados de un catálogo cuyos textos, incluyendo alguno del propio Candela, consiguen redondear su imagen y ponerla en claro.
Como se sabe, la píèce de résistance (nunca mejor dicho) de Félix Candela la constituyen sus trabajos de los años cincuenta y sesenta en torno al motivo de las cubiertas en forma de paraboloide hiperbólico, techumbres alabeadas en donde, valiéndose de las posibilidades del cemento armado, conocidas tiempo atrás pero poco usadas hasta entonces (sólo Eduardo Torroja lo había hecho en España), construía figuras de una extrema ligereza, de no más de cuatro centímetros de grosor, a la vez que extraordinariamente resistentes, a manera de "cascarones", "mantos" o, en su caso, "paraguas", de una apariencia tan simple y austera como espectacular e imaginativa. De hecho, lo que se percibe en algunas de sus obras más emblemáticas, desde el temprano y pequeño Pabellón de Rayos Cósmicos (edificio universitario, de 1951, destinado a la recepción de partículas elementales, con una cubierta que no podía superar los 15 milímetros de espesor) hasta el gran Palacio de los Deportes construido en 1968 para los Juegos Olímpicos de México, pasando por la iglesia de la Medalla Milagrosa (1953), las naves para las destilerías Bacardí (1958-1960), el restaurante Los Manantiales, de 1958 (hoy clonado en el Oceanográfico de Valencia, en medio del conjunto de Calatrava), o la increíble Capilla de Palmira (1959), es su voluntad de sacar el máximo partido a unos materiales tan dúctiles y económicos como propicios al ejercicio de la fantasía.
En este equilibrio entre economía y fantasía estribaba el éxito de su fórmula, que Candela desarrolló como un juego de tema y variaciones. En realidad, sus proyectos fueron viables sobre todo en el contexto del México desarrollista, cuando la numerosa y bien cualificada mano de obra encargada de la realización de la cimbra de madera, de las retículas de barras metálicas y del colado, aún podía encontrarse disponible a buenos precios. Cuando esto terminó, desde el momento en que el presidente Díaz Orgaz estableció un salario mínimo, hacia 1964, las cosas empezaron a complicarse y el arquitecto tuvo que optar por otros caminos.
Y es que Félix Candela no fue nunca un dogmático de las formas, ni siquiera de las suyas. En su escrito en Defensa del formalismo, a lo que remite es a la necesidad de actuar desde una dimensión empírica, en función no sólo de la finalidad del edificio, sino de los materiales y de sus condiciones de resistencia. Sus láminas de cemento armado le valían en la medida en que no sólo exponían su "estructura" en términos exhibicionistas (Mies van der Rohe en general), arbitrarios (Utzon en la ópera de Sidney) o altaneros (Niemeyer), sino que la desarrollaban en una dimensión auténticamente fantástica, en cierto modo inspirada en modelos naturales.
Esa fantasía se apoyaba, sin duda, en su provocativo escepticismo respecto al rendimiento del mero cálculo matemático en arquitectura. Pero, sobre todo, la arquitectura de Candela se apoyaba en su firme confianza en los materiales y en la peculiar empatía que supo establecer con el comportamiento del cemento armado. Hablando de la resistencia de éste a la ruptura, en el marco de una conferencia en México en 1950, lo expresaba con tanta claridad como ironía. Sostenía que, antes de alcanzar punto de colapso, y con independencia de todo cálculo exacto previamente realizado, "el material se acomoda, es decir, busca la manera de trabajar más cómodamente, casi casi como si tuviera sentido común". Más aún: "Esta especie de sentido común del material suple, en muchas ocasiones, la falta de él en los constructores". No era su caso, por cierto, puesto que era justamente su particular sentido común el que le permitía jugar con el del cemento armado y darle formas tan fieles a su intuición subjetiva como a la estructura objetiva, en la que el arquitecto olfateaba una suerte de vida propia a la que había que hacer justicia facilitando su despliegue.
- Félix Candela. 1910-2010
- Instituto Valenciano de Arte Moderno
- Guillem de Castro, 118. Valencia
- Hasta el 2 de enero de 2011
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