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El continente se ha convertido en el principal vivero de megalópolis del mundo. Desde India hasta Japón, a pesar de sus grandes diferencias, comparten muchas problemáticas. Shenzhen ha pasado de ser un pequeño pueblo de pescadores a convertirse en uno de los centros económicos chinos con más de siete millones de almas. La velocidad del desarrollo urbanístico en Oriente supera con creces la de su crecimiento económico. Las megaciudades son, a un tiempo, exponentes de la proeza del desarrollo económico y reflejo de su lado más oscuro.
Zigor Aldama | El País, 2011-09-15
Olvídese de México D.F. El asfalto ha emigrado a Oriente. Al calor del desarrollo económico las megalópolis más bestias del planeta crecen allí a gusto. Desde Pakistán hasta Indonesia, el genocidio del gris sobre el verde y el azul no da tregua, y ya se ha conseguido que entre 10 y 13 de las veinte ciudades más pobladas del mundo, según qué parámetros se utilicen para hacer el cálculo, estén en el continente asiático.
Es más, Naciones Unidas ha tenido que acuñar un nuevo término, el de mega-región, para referirse a un nuevo fenómeno que ha nacido en el delta del río Perla, al sureste de China. Allí, la ex colonia de Hong Kong ha ido extendiendo sus tentáculos hasta unirse a los de Shenzhen, que, en sólo tres décadas y gracias a la política de apertura económica del país, ha pasado de ser un pequeño pueblo de pescadores a convertirse en uno de los centros económicos del gigante con más de siete millones de almas.
Sin solución de continuidad, otras ciudades más modestas, centros manufactureros de "la fábrica del mundo", han sido engullidas por la megalópolis hasta llegar a Guangzhou, capital de la provincia de Cantón. En total, 120 millones de personas viven en la primera mega-región del planeta, un concepto que, según el pasado informe de UN Habitat, va a determinar la vida sobre el asfalto en los próximos 40 años. Para 2050 se espera que el 70% de la población mundial viva en ciudades, casi un 20% más que hoy. Y la mayoría, sobre todo en el mundo desarrollado, lo hará en estos núcleos urbanos que no terminan nunca y que trascienden el concepto de megaciudad. En España, a escala, Madrid es un buen ejemplo. A la capital se le quedan pequeños sus límites, explota, y arrasa con los pueblos limítrofes.
Pero el continente en el que este cambio resulta más radical es, sin duda, Asia. La velocidad del desarrollo urbanístico en Oriente supera con creces la de su crecimiento económico, y países como China e India viven un proceso de migración interna que convierte a sus megalópolis en cócteles explosivos. El campo se vacía y las máquinas van sustituyendo a las manos para aumentar la productividad de la tierra. Nada nuevo bajo el sol, salvo por la magnitud sin precedentes de esta transformación por la que ya ha pasado el mundo desarrollado. Las megaciudades asiáticas son un imán tan atractivo para unos como repelente para otros.
Tienen más de seis millones de habitantes. Son bombas de relojería detonadas por complejos mecanismos sociales y económicos. Verdaderas junglas de asfalto en las que gentes de toda condición luchan por su espacio y su supervivencia. Lugares en los que reina el anacronismo. Hogar de los rascacielos más modernos del mundo, y de las chabolas más rudimentarias. Exponentes de la proeza del desarrollo económico, y reflejo de su lado más oscuro. Tráfico de personas, estupefacientes y armas frente a pujantes centros comerciales. Burdeles de mala muerte junto a magníficos centros de belleza. Es el lugar en el que los extremos se dan la mano.
Hong Kong, siete millones de habitantes, ocho de la tarde. El neón toma el relevo al sol. Las calles, hasta entonces casi despobladas, se llenan de vida. Los estresantes pitidos de los semáforos marcan el ritmo de una población ávida de gastar dinero que se ha acostumbrado a vivir en cámara rápida. Se llenan los centros comerciales y los grandes restaurantes. Abren sus puertas los clubes de lujo. En esta ex colonia británica habitan tres de los veinte hombres más ricos del planeta. Y se estima que un 15% de la población es millonaria. En euros.
Pero toda moneda tiene su cara y su cruz. Escondidos en pisos cochambrosos de callejuelas inmundas, miles de personas subsisten en condiciones infrahumanas. Algunos incluso están condenados a habitar una jaula. No han tenido suerte, y el asfalto no conoce la misericordia. Sin embargo, ninguno quiere regresar a su lugar de origen. La esperanza es lo último que se pierde, dicen, y la ONU les da la razón: las 40 mayores megalópolis del mundo cubren una pequeña fracción de la superficie terrestre, y albergan en torno al 18% de la población, pero de aquí surge el 66% de la actividad económica global.
Dos mil kilómetros separan Hong Kong de Calcuta. Algunos de sus barrios podrían servir como la escenificación del infierno sobre la tierra. Un lugar más allá del extremo. Calles cubiertas de cuerpos ennegrecidos por el sol, pieles curtidas y ojos sin brillo. A las cinco de la madrugada, el asfalto de la capital del estado de Bengala Occidental se asemeja a una fosa común. Miles de personas descansan sobre él enrollados en mantas y sábanas, para protegerse del frío y de las ratas. Apenas amanece. La segunda ciudad más importante de India, hogar de entre 15 y 20 millones de personas, es un cementerio viviente.
A pleno sol, la imagen no es mucho más halagüeña. Como en Bombay y Delhi, los otros dos grandes núcleos urbanos que albergan a más de diez millones de almas, gran parte de la población ni siquiera puede vivir: sobrevive. Es el caso de la familia de Kumar, un hombre de 32 años que ha encontrado un hueco para su familia en la acera. Todos hurgan en la basura de uno de los vertederos de la ciudad. Cocinan y comen en su trozo de asfalto.
Son un ejemplo de las miles de familias que han abandonado el campo para buscar un futuro más halagüeño en la gran ciudad. "Ya no podemos volver porque no nos queda nada allí", se lamenta Kumar. "Y aquí no hay trabajo. Sólo espero que mis hijos puedan vivir en mejores condiciones". Ninguno de ellos está escolarizado. "Si fueran al colegio, ¿quién nos ayudaría a conseguir dinero?", pregunta la madre que, llevada por la desesperación, aprovecha su aún atractivo físico para ejercer la prostitución cuando se le presenta la oportunidad. Cobra alrededor de 50 rupias por servicio (1 euro), porque la competencia es intensa.
Manila, doce millones de habitantes. Bangkok, nueve millones. Miles de calles por las que fluye la vida. Mareas de vehículos que confluyen y divergen. Un caos tan atractivo para unos como repulsivo para otros. Un impecable hombre de negocios conversa por su móvil a la vez que trata de espantar a un mendigo que busca algo de su dinero. Un puntapié. Una hora para medianoche. El neón ya parpadea entre las sombras y los taxistas se afanan en conseguir que sus clientes se dirijan hacia Patpong, uno de los centros de la piratería y de la prostitución de Bangkok, o hacia alguna casa de jóvenes prostitutas de Manila. Exiguas minifaldas, ceñidos pantalones, miradas lascivas y besos que flotan en el aire embriagan a muchos. Pero no todas las megaciudades asiáticas son ejemplo de brutales contrastes.
Osaka, nueve millones de habitantes, en Japón, lleva camino de convertirse en otra de las mega-regiones al sumarse a Nagoya, Kioto y Kobe. Juntas acogerán a 60 millones. Tokio, con 28 millones, sigue siendo el área urbana más poblada del planeta. Seúl tiene once. Singapur, seis. Las capitales de Japón y Corea del Sur son un buen ejemplo de cómo el asfalto también puede resultar acogedor. A pesar de la incidencia de la prostitución, en muchos casos esclavitud sexual, y de la delincuencia organizada, conocida como yakuza en el país nipón, estas dos ciudades marcan la pauta que al resto le gustaría seguir. Avenidas limpias y ordenadas, civismo y un cuidado entorno medioambiental que busca el equilibrio con la naturaleza son también la tónica en Singapur y Osaka.
Pero todo apunta a que China será quien marque el ritmo de las megalópolis en este siglo. El Gran Dragón ya cuenta con más de diez que superan otros tantos millones de habitantes. Y aquí se hacen muy evidentes los problemas que conlleva la extrema urbanización china, con la polución en primer término. El contraste lo pone la altura, queproporciona un oasis de calma. Divisar monstruosas ciudades como Shanghai, Pekín o Guangzhou desde alguno de sus rascacielos otorga una sensación de calma y de poder difícil de conseguir en cualquier otro sitio. Es, sin duda, el lugar adecuado para disfrutar de la belleza del asfalto, del atractivo del caos, y del frenético ritmo del siglo XXI. Las alturas están dominadas por el silencio, el orden y la perspectiva, todo lo que falta en la superficie.
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El asfalto se apodera de Asia
El continente se ha convertido en el principal vivero de megalópolis del mundo. Desde India hasta Japón, a pesar de sus grandes diferencias, comparten muchas problemáticas. Shenzhen ha pasado de ser un pequeño pueblo de pescadores a convertirse en uno de los centros económicos chinos con más de siete millones de almas. La velocidad del desarrollo urbanístico en Oriente supera con creces la de su crecimiento económico. Las megaciudades son, a un tiempo, exponentes de la proeza del desarrollo económico y reflejo de su lado más oscuro.
Zigor Aldama | El País, 2011-09-15
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